19 diciembre 2006

si sólo puedes llorar, ríe.

La mente es cabrona en ocasiones, lo suicidios se dan por que todo alrededor te da la navaja para que la puedas usar y todo en el interior te da la fuerza para que puedas perforar la piel con ella.
Pues así suele suceder, ahí estaba yo, cuando me lastimaba todo y mi cuerpo era tan sensible que sentía cada brisa como puñalada y me lastimaban los labios carnosos y los dientes por igual.
Eran tiempos difíciles dónde la tormenta a mi alrededor cegaba los ojos con la tierra y cada quien en ese torbellino de arena se tallaba los ojos con sus propias manos y se los enjuagaba con su propia saliva.
Por desgracia yo necesitaba de alguien, mis manos estaban ya tan maltratadas que al tallarme los ojos me sangraban y escupía la lengua por alguna gota de saliva. Pero con la ceguedad, nadie podía verme y yo tampoco a ellos, porque mi mente celosa me los había prohibido quintándome los sentidos.
Había raspado mis papilas gustativas, con la sal amarga de la arena; desolló mi tacto con las picaduras del viento, desgarrándolo en tiras; me cegó con el ácido de tristeza que escurría por ellos; me ensordecía con las palabras que salían vomitadas con víboras, arañas y escorpiones; por último el olor a azufre que provenía de mi cuerpo cuando se iba descomponiendo me atrofio la nariz.
Era tan tentador esa vena que palpitaba en mi muñeca, que empujaba la piel como tocando la puerta para poder salir, punzaba y me llamaba, como el corazón delator de edgar.
La saqué despacito, de mi bolsillo brillaba, era lo único que parecía lucir hermoso en esos destellos de su filosa hoja y como llave embonó perfectamente en mi piel, abriendo la puerta de mi vena. La sangre escurría por mi brazo y ese cosquilleo en mi muñeca era tan placentero como observar la naciente del río; veía fluir la sangre en un camino de vida que anunciaba en un desfile la llegada de la muerte.
Las gotas se estrellaban en el suelo y se destruían en otras más pequeñas a su alrededor, mil hijitos que la madre aventaba.
El río desembocaba en el mar que había creado en el suelo, me sumergí porque mis piernas perdían solidez y mi cuerpo comenzaba a ser un hogar demasiado frío para permanecer, me recosté mirando por la ventana las nubes grises que trataban de diluirme.
Mi perro llegó nervioso, chillaba levemente y desesperado lamía las heridas de las muñecas de mi cuerpo, yo observaba cómo dejaba sus pequeñas huellas por todo el apartamento, daba vueltas y regresaba. Mi cuerpo ya estaba demasiado frío para quedarme, el río dejó de fluir, el carnaval de la vida había terminado con la sangre seca en la navaja. Ya no brillaba, lo había opacado la vida, para que la muerte brillara.
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